• Juan el Fiel

    Cuentos de los Hermanos Grimm
    En un castillo con torres que casi tocaban las nubes, vivía un rey muy, muy viejito. Un día, sintió que sus aventuras en este mundo llegaban a su fin. Llamó a su sirviente más querido, Juan, a quien todos llamaban Juan el Leal porque siempre, siempre decía la verdad y cumplía sus promesas.

    "Juanito," dijo el rey con voz suave, "pronto me iré a dormir un sueño muy largo. Cuida de mi hijo, el príncipe. Y lo más importante, no dejes que entre a la habitación secreta donde está el retrato de la Princesa del Tejado Dorado. Si la ve, ¡ay!, un gran peligro correrá." Juan prometió con el corazón en la mano.

    El tiempo pasó volando como los pájaros. El príncipe creció y se hizo un joven apuesto y curioso. Un día, mientras Juan no miraba, ¡zas!, encontró la llave de la habitación secreta. Entró de puntillas y vio el cuadro. ¡Era la princesa más hermosa que jamás había imaginado! Tenía el cabello como el sol y los ojos como el cielo. El príncipe sintió un ¡cataplum! en el pecho y se desmayó. Cuando despertó, solo podía pensar en ella. Dejó de comer, dejó de sonreír. Estaba enfermo de amor.

    Juan, al ver a su príncipe tan triste, supo lo que había pasado. Con un suspiro, le dijo: "Mi príncipe, sé que has visto el retrato. Te ayudaré a encontrar a la princesa."

    ¡Qué alegría sintió el príncipe! Juan, que era muy listo, se disfrazó de mercader rico. Llenó un barco con las cosas más brillantes y doradas que te puedas imaginar: copas de oro, juguetes de oro, ¡hasta peines de oro!

    Navegaron y navegaron hasta el reino de la Princesa del Tejado Dorado. Juan bajó del barco y mostró sus tesoros. La princesa, que adoraba las cosas doradas, quiso ver más. Juan la invitó al barco. Mientras ella miraba maravillada todas esas cosas brillantes, Juan le dijo al capitán: "¡A toda vela!". Y el barco zarpó, llevándose a la princesa. Al principio, la princesa se asustó, pero el joven príncipe fue tan amable y le habló con tanto cariño, que pronto se hicieron amigos y luego se enamoraron.

    Un día, mientras navegaban felices, Juan escuchó a tres cuervos charlando en el mástil del barco.
    El primer cuervo dijo: "¡Cuidado! Cuando lleguen a tierra, un caballo color canela querrá llevarse al príncipe. Si alguien no lo mata de un disparo, el príncipe morirá. Pero si el que lo mate cuenta por qué lo hizo, se convertirá en piedra desde los pies hasta las rodillas."
    El segundo cuervo graznó: "¡Más cuidado aún! En la boda, una camisa de novio estará embrujada. Si alguien no la agarra y la tira al fuego antes de que el príncipe se la ponga, él se quemará. Pero si el que lo haga cuenta por qué, se convertirá en piedra desde las rodillas hasta el corazón."
    Y el tercer cuervo chilló: "¡El mayor peligro! En el baile después de la boda, la princesa se desmayará. Si alguien no le saca tres gotitas de sangre de su pecho derecho con una aguja, ella morirá. Pero si el que la salve cuenta por qué, ¡se convertirá en piedra de la cabeza a los pies!"
    Juan escuchó todo y su corazón se encogió de miedo, pero pensó: "Debo salvar a mi príncipe, cueste lo que cueste."

    Y así pasó. Al llegar a tierra, un hermoso caballo canela se acercó al príncipe. ¡Pum! Juan sacó una pistola y lo derribó. Todos se sorprendieron, ¡pero el príncipe estaba a salvo!
    Luego, en la boda, justo cuando iban a darle al príncipe una camisa bordada, Juan la agarró y ¡zas!, la tiró a la chimenea encendida. ¡La camisa ardió como si estuviera hecha de papel! El príncipe estaba a salvo otra vez.
    Finalmente, en el gran baile, la princesa, de repente, se puso pálida y ¡plaf!, se desmayó. Rápido como un rayo, Juan tomó una aguja pequeña, pinchó suavemente el pecho derecho de la princesa y salieron tres gotitas rojas. La princesa suspiró y abrió los ojos. ¡Estaba a salvo!

    Pero el príncipe no entendía nada. Veía que Juan hacía cosas muy raras y peligrosas. Primero el caballo, luego la camisa, ¡y ahora pinchar a su amada princesa! Se enojó muchísimo.
    "¡Juan!", gritó el príncipe. "¡Eres un traidor! ¡Has intentado hacernos daño! ¡Guardias, llévenselo para castigarlo!"

    Cuando iban a cumplir la orden, Juan dijo con voz triste: "Mi príncipe, no soy un traidor. Hice todo para salvarte." Y entonces, contó lo del primer cuervo y el caballo. Apenas terminó de hablar, sus pies y piernas se convirtieron en dura piedra.
    Luego contó lo del segundo cuervo y la camisa de bodas. ¡Crack! Su cuerpo hasta el corazón se volvió de piedra.
    Finalmente, con lágrimas en los ojos que ya no podían caer, contó lo del tercer cuervo y el desmayo de la princesa. Y en ese instante, ¡todo Juan se convirtió en una estatua de piedra!

    El príncipe y la princesa, al escuchar la verdad, lloraron amargamente. ¡Qué error habían cometido! Llevaron la estatua de Juan el Leal a su habitación y la miraban todos los días con mucha tristeza.

    Pasaron los años. El rey y la reina tuvieron dos hijitos gemelos, un niño y una niña, tan lindos como dos soles.
    Un día, mientras el rey miraba la estatua de Juan, escuchó una voz que salía de la piedra: "Mi rey, puedo volver a la vida. Pero para eso... necesitas cortar la cabeza de tus dos hijitos y untar su sangre sobre mí."
    ¡El rey se quedó helado! ¿Sacrificar a sus queridos hijos? ¡Qué cosa tan terrible!
    Llorando, el rey pensó en todo lo que Juan había hecho por él. Con el corazón roto, tomó una espada. La reina, que escuchó todo, también lloraba sin consuelo. Pero ambos sabían que Juan merecía volver.
    El rey, con muchísimo dolor, hizo lo que la voz le pidió. Apenas la sangre tocó la estatua, ¡Juan el Leal volvió a la vida, sano y fuerte como antes!
    Y entonces, Juan sonrió, tomó las cabecitas de los niños, las puso de nuevo en sus cuellos, y ¡milagro! Los gemelos abrieron los ojos, rieron y se abrazaron a sus papás, ¡como si nada hubiera pasado!

    ¡Qué fiesta hubo en el palacio! El rey, la reina, los principitos y Juan el Leal vivieron felices para siempre, y nunca más hubo tristezas en ese reino.

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