• Cinco guisantes en una vaina

    Cuentos de Andersen
    Dentro de una casita verde y alargada, vivían cinco hermanos guisantes. Estaban muy juntitos y calentitos, esperando a ver qué les depararía el mundo.

    Un día, el guisante más grande dijo con voz importante: "¡Seguro que yo haré algo grandioso cuando salgamos de aquí!".
    El segundo guisante, que era un poco presumido, añadió: "¡Pues yo volaré más lejos que nadie!".
    El tercero, más tranquilo, bostezó: "Yo me conformo con caer en un buen sitio y ya veremos".
    El cuarto soñaba en grande: "¡Yo quiero llegar hasta el sol!".
    El quinto guisante era el más pequeño y callado. No decía nada, solo escuchaba y pensaba.

    La casita verde, que era una vaina, empezó a ponerse amarilla. ¡Clic! Un día, un niño curioso la arrancó de la planta.
    "¡Qué guisantes tan redonditos!", dijo el niño. "¡Perfectos para mi cerbatana de juguete!".
    Y así, metió el primer guisante en su cerbatana. ¡Fiuuu! Salió disparado. Pero ¡ay!, una paloma muy lista lo vio en el aire y, ¡ñam!, se lo comió de un bocado. "Bueno", pensó el guisante justo antes de desaparecer, "al menos he volado un poco".

    El segundo guisante también salió volando. ¡Fiuuuu! Este fue un poco más lejos, pero otra paloma, quizás prima de la anterior, también lo atrapó. "¡Qué viaje tan corto!", pensó.

    El tercer guisante, el tranquilo, rodó de la mano del niño y cayó en una alcantarilla oscura y húmeda. Allí se quedó, entre agua sucia y hojas viejas. "Vaya", suspiró, "esto no es lo que esperaba, pero aquí estoy". Y allí se hinchó con el agua, pero seguía siendo un guisante en un lugar poco agradable.

    El cuarto guisante, el que quería llegar al sol, salió con mucha fuerza de la cerbatana. ¡Fiuuuuuuu! Voló muy, muy alto, tanto que casi no se le veía. Aterrizó en el tejado de una casa, en un canalón. Allí se quedó, mirando el cielo. El sol era muy grande y estaba muy lejos. Con el tiempo, el guisante se secó y se quedó duro como una piedrecita. "Casi llego", pensó con un último suspiro.

    ¿Y el quinto guisante? El más pequeño y callado. El niño lo puso en la cerbatana y ¡fiu! Salió volando, no tan alto como el cuarto, ni tan rápido como los primeros. Cayó suavemente en un poquito de tierra blanda, justo debajo de la ventana de una habitación.

    En esa habitación vivía una niña que estaba enferma. Llevaba muchos días en la cama y se sentía triste porque no podía salir a jugar. Su mamá la cuidaba con mucho cariño.
    Un día, la mamá abrió la ventana para que entrara el aire fresco. La niña miró hacia abajo y vio algo verde que asomaba en la tierra. ¡Era el pequeño guisante que había empezado a brotar!
    Cada día, la niña miraba cómo crecía la plantita. Primero sacó dos hojitas, luego un tallo finito que se enredaba en un hilo que la mamá le puso para ayudarla a trepar. Pronto, la plantita tuvo más hojas y hasta una pequeña flor de color rosa pálido.

    Ver crecer la planta llenaba de alegría a la niña. Le daba algo bonito que mirar y esperar cada mañana. Poco a poco, con la ilusión de ver su planta, la niña empezó a sentirse más fuerte. Un día, pudo sentarse en la cama. Otro día, pudo levantarse un ratito.
    La mamá, al verla mejorar, sonreía y decía: "¡Parece que esta plantita te ha traído suerte y alegría!".
    Y así fue. La niña se recuperó del todo, y todo gracias a un pequeño guisante que, sin hacer mucho ruido, encontró el mejor lugar del mundo: un sitio donde pudo crecer y llevar felicidad.

    El pequeño guisante no llegó al sol, ni fue comido por palomas aventureras, pero cumplió una misión muy importante. ¡Y eso lo hizo el más grande de todos!

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