Valdemar Daae y sus hijas
Cuentos de Andersen
En una caja de juguetes, recién llegada para un cumpleaños, vivían veinticinco soldaditos de plomo. Todos eran hermanos, hechos del mismo viejo cucharón de plomo, ¡y todos eran idénticos! Bueno, casi todos. Había uno que era un poquito diferente: solo tenía una pierna. Sus creadores se quedaron sin plomo justo al final, pero él se mantenía tan firme sobre su única pierna como los demás sobre dos.
Nuestro soldadito, con su uniforme rojo y azul, miraba a su alrededor. Sobre la mesa había muchos otros juguetes. Lo que más le llamó la atención fue un precioso castillo de cartón. En la puerta del castillo, había una bailarina de papel muy linda. Llevaba un vestido blanco con una lentejuela brillante como una estrella y estaba parada en una sola pierna, con la otra levantada muy alto. ¡Igual que él!
"¡Vaya!", pensó el soldadito. "Ella sería la compañera perfecta para mí. Pero vive en un castillo y yo solo en una caja con mis hermanos".
Esa noche, cuando todos los humanos dormían, los juguetes cobraban vida. El soldadito no podía quitarle los ojos de encima a la bailarina. De repente, de una caja de rapé saltó un duende negro y pequeño.
"¡Soldadito!", gruñó el duende. "¡Deja de mirar a la bailarina o te arrepentirás!"
Pero el soldadito fingió no haber oído nada.
A la mañana siguiente, los niños colocaron al soldadito en el alféizar de la ventana. De pronto, ¡zas!, una ráfaga de viento (o quizás fue el duende travieso) lo empujó y el soldadito cayó desde el tercer piso hasta la calle. ¡Qué susto! Quedó cabeza abajo, con su bayoneta clavada entre los adoquines.
Dos niños que pasaban por allí lo vieron.
"¡Mira, un soldadito de plomo!", dijo uno. "Vamos a hacerle un barquito de papel para que navegue".
Hicieron un barquito con un periódico, pusieron al soldadito dentro y lo echaron a navegar por el arroyo que corría junto a la acera. ¡Qué aventura tan mojada! El barquito se balanceaba y a veces giraba tan rápido que el soldadito se mareaba, pero él seguía firme, con su fusil al hombro.
El barquito entró en un oscuro túnel bajo la calle. "Me pregunto adónde iré a parar", pensó. "Si al menos la bailarina estuviera conmigo en este barquito, no me importaría que fuera el doble de oscuro".
De repente, una rata enorme que vivía en la alcantarilla le gritó: "¡Eh, tú! ¿Tienes pasaporte?".
Pero el soldadito no dijo nada y siguió navegando. El agua lo arrastró cada vez más rápido.
Al salir del túnel, el barquito llegó a un canal más grande y el papel empezó a deshacerse. El agua subía y subía. El barquito se hundió y, ¡glup!, un pez enorme que pasaba por allí se tragó al soldadito de un bocado.
¡Qué oscuro estaba dentro del pez! Más oscuro que en el túnel. Pero el soldadito seguía firme, sosteniendo su fusil.
El pez nadó y nadó, hasta que un día, ¡zas!, sintió una sacudida terrible. Lo habían pescado. Luego todo fue un torbellino hasta que oyó a alguien decir: "¡Miren! ¡Un soldadito de plomo!".
Habían llevado el pez al mercado, lo habían vendido y la cocinera, al cortarlo, ¡encontró al soldadito! ¡Qué alegría! Lo limpiaron y lo llevaron al salón.
Y allí, sobre la misma mesa, ¡estaba el castillo de cartón y la preciosa bailarina! Ella seguía en una pierna, tan elegante como siempre. El soldadito la miró y ella lo miró a él, y sintieron que sus corazones de plomo y papel latían con fuerza.
De repente, uno de los niños pequeños, sin ninguna razón, agarró al soldadito y ¡plaf!, lo arrojó directamente a la chimenea encendida. Quizás fue culpa del duende negro de la caja de rapé.
El soldadito sintió un calor terrible. Veía cómo sus colores brillantes se derretían. Miró a la bailarina y ella lo miró a él. Sus ojos se encontraron por última vez. En ese momento, una corriente de aire abrió la puerta, y la bailarina, ligera como una pluma, voló directamente hacia el fuego, junto al soldadito.
Ella se convirtió en ceniza en un instante. Él se derritió por completo.
A la mañana siguiente, cuando la criada limpió la chimenea, encontró entre las cenizas un pequeño corazón de plomo. De la bailarina solo quedaba la lentejuela, quemada y negra como el carbón. Y así, el valiente soldadito y la delicada bailarina estuvieron juntos para siempre.
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