El duende del árbol
Cuentos de Andersen
En un rincón tranquilo del campo, donde el sol pintaba de oro las mañanas, crecía un castaño joven y fuerte. Dentro de este árbol vivía una dríada, un espíritu del bosque tan alegre como una mariposa. Su vida estaba unida a la del árbol; si el árbol estaba feliz, ella también lo estaba.
La dríada era muy curiosa. Los pájaros que viajaban lejos le contaban historias de una ciudad mágica llamada París, llena de luces brillantes, música y gente elegante. Las nubes, al pasar, susurraban sobre edificios altos como montañas y calles que parecían ríos de gente. ¡Oh, cómo soñaba la dríada con ver esas luces y escuchar esa música!
Un día, unos hombres llegaron al campo. Miraron todos los árboles y eligieron el castaño de la dríada. ¡Qué sorpresa! Con mucho cuidado, lo sacaron de la tierra, con raíces y todo, para llevarlo a la gran ciudad. Iban a celebrar una fiesta muy grande en París, una exposición, y querían los árboles más bonitos.
La dríada sintió un cosquilleo de emoción y un poquito de miedo. ¡Iba a París! El viaje fue largo, en un carro grande. Cuando llegaron, ¡qué maravilla! París era un torbellino de luces brillantes, coches elegantes y gente vestida con ropas de colores. El castaño fue plantado en una plaza grande, rodeado de edificios altos.
La dríada estaba fascinada. Desde su árbol, veía pasar a damas con sombreros emplumados y a caballeros con bastones. Escuchaba música que salía de los cafés y el ruido alegre de los niños jugando. ¡Todo era nuevo y emocionante! Por las noches, miles de luces hacían que la ciudad pareciera un cielo lleno de estrellas cercanas.
Pero, con el paso de los días, el árbol empezó a extrañar su hogar. Sus raíces no podían beber el agua fresca del arroyo ni sentir la tierra blanda del campo. Las hojas comenzaron a ponerse un poco tristes, perdiendo su color verde vivo.
La dríada también sentía esa tristeza. Aunque París era divertido, echaba de menos el susurro del viento entre sus propias hojas en el campo, el sol calentando su corteza por la mañana y la compañía de sus amigos, los otros árboles y los animales del bosque. Veía flores en los balcones, pero no olían igual que las flores silvestres. Veía pájaros enjaulados, pero no cantaban con la misma alegría que los pájaros libres del campo.
El árbol se debilitaba cada día un poco más, y la dríada también. Ya no tenía tantas ganas de mirar las luces de la ciudad. Solo quería sentir el aire puro y ver el cielo azul sin edificios que lo taparan. Extrañaba la lluvia de verdad, no el agua que le echaban de una manguera.
Una noche, muy cansada, la dríada miró hacia arriba. Entre los tejados, pudo ver unas pocas estrellas titilando, muy lejos. "Qué bonitas son", pensó, recordando las noches estrelladas del campo. Y cerró los ojos despacito, soñando con su hogar.
A la mañana siguiente, el castaño estaba seco. Sus hojas se habían caído. Ya no era el árbol hermoso que habían traído del campo. Los hombres lo cortaron y se lo llevaron. Y la pequeña dríada, unida a su árbol, se desvaneció como un sueño al despertar, dejando atrás el bullicio de París.
Pero, ¿sabes una cosa? Una pequeña castaña de ese árbol había caído en un rincón de la plaza sin que nadie la viera. Un niño que jugaba por allí la encontró. Le gustó tanto que se la llevó a su casa y la plantó en el jardín, lejos del ruido de la ciudad.
Con el tiempo, de esa castaña creció un nuevo árbol, fuerte y verde, quizás esperando a una nueva dríada para contarle historias del campo y, quién sabe, quizás algún día, también de una ciudad lejana llamada París.
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