• El león y el toro

    Fábulas de Esopo
    En un prado lleno de flores y hierba fresca, vivía un Toro enorme y fuerte. Sus músculos brillaban bajo el sol y sus cuernos parecían dos lunas afiladas. No muy lejos de allí, en una cueva sombreada, un León lo observaba cada día con ojos hambrientos.

    "¡Mmm, qué banquete sería ese Toro!", pensaba el León, mientras su estómago rugía como un trueno lejano. Pero el Toro era tan grande y se veía tan poderoso, que el León sabía que una pelea directa sería muy arriesgada. Necesitaba un plan.

    Un día, el León, que era más astuto que un zorro con gafas, se acercó al Toro con su sonrisa más amable (aunque un poco llena de dientes puntiagudos).
    "¡Hola, amigo Toro!", saludó el León con voz suave. "He preparado una comida deliciosa, un cordero tierno y jugoso, y me encantaría compartirlo contigo. ¿Te gustaría venir a cenar a mi cueva esta noche?".

    El Toro, que tenía un gran corazón y a veces era un poco confiado, se sintió muy contento por la invitación. "¡Qué detalle, Señor León! ¡Claro que sí! Me encantará acompañarte", respondió el Toro con una inclinación de cabeza.

    Cuando el sol comenzó a esconderse y las estrellas empezaron a parpadear, el Toro caminó hacia la cueva del León. Al acercarse, vio una fogata muy, muy grande, con llamas que bailaban alegremente. Y al lado del fuego, el León estaba afilando unos cuchillos enormes, ¡tan grandes como las ramas de un árbol pequeño!

    El Toro miró a su alrededor, buscando el cordero. Pero no vio ningún cordero por ninguna parte. Solo vio la gran fogata, los cuchillos gigantes y al León, que lo miraba con unos ojos que brillaban de una forma extraña.

    "Amigo León", preguntó el Toro, sintiendo un cosquilleo de preocupación en su panza, "¿Y el cordero? ¿Dónde está la cena?".

    El León sonrió aún más grande, mostrando todos sus dientes. "Oh, no te preocupes", dijo el León, sin dejar de mirar al Toro. "El plato principal está a punto de llegar. De hecho, ¡ya llegó!".

    El Toro tragó saliva. De repente, entendió todo. ¡No había ningún cordero! ¡El "plato principal" era él!

    "¡Ay, caramba!", pensó el Toro. "¡Este León me quiere comer!".
    Sin pensarlo dos veces, el Toro dio un bramido que hizo temblar las rocas, giró sobre sus fuertes patas y salió corriendo de allí más rápido que un rayo.
    "¡Adiós, León!", gritó mientras se alejaba. "¡Acabo de recordar que tengo... eh... que regar mis plantas! ¡Sí, eso!".

    El León se quedó solo con su gran fogata y sus cuchillos afilados, un poco decepcionado, pero también un poco impresionado por lo rápido que podía correr un toro asustado.

    Y el Toro, desde ese día, aprendió que hay que tener cuidado con las invitaciones demasiado buenas, especialmente si vienen de alguien que te mira como si fueras un delicioso filete.

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