El roble y la caña
Fábulas de Esopo
Junto a un río que siempre cantaba una canción, crecían un Roble enorme, que se creía el más fuerte de todos, y un Junco delgadito que bailaba con el viento.
El Roble, con su tronco grueso y sus ramas que parecían brazos de gigante, miraba al Junco y se reía.
"¡Ja, ja, ja! ¡Mírate, pequeño Junco!", le decía con su vozarrón. "Eres tan flacucho y débil. Cualquier vientecillo te dobla como si fueras de papel. ¡Yo, en cambio, soy como una roca! ¡Nada me tumba!"
El Junco, con su vocecita suave como un susurro, respondía: "Quizás tengas razón, amigo Roble, en que eres muy fuerte. Pero a mí me gusta bailar con el viento. Así, cuando sopla muy fuerte, no me rompo, simplemente me inclino un poquito".
"¡Bah!", resopló el Roble. "¡Eso es de débiles! ¡Hay que ser fuerte y resistir!"
Pero un día, ¡zas!, llegó una tormenta como nunca antes se había visto. El cielo se puso negro como la boca de un lobo y el viento empezó a soplar con una furia increíble. ¡Fiuuuu, fiuuuuu!, hacía el viento, arrancando hojas y ramas pequeñas.
El Roble, muy orgulloso, no quiso doblarse ni un poquito. "¡A mí no me mueves!", le gritaba al viento, plantando sus raíces con más fuerza en la tierra. Luchaba y luchaba contra cada ráfaga.
El Junco, en cambio, se agachaba y se agachaba, casi besando el agua del río. Se doblaba tanto que parecía que iba a romperse, pero el viento simplemente pasaba por encima de él sin hacerle daño.
La tormenta duró mucho tiempo. Cuando por fin se calmó y el sol volvió a asomar su carita sonriente entre las nubes, el panorama era desolador.
El pequeño Junco se levantó despacito. Estaba un poco despeinado por el viento, ¡pero enterito! Miró a su lado y vio al pobre Roble. ¡Ay, qué tristeza! El árbol gigante, que se creía invencible, estaba partido por la mitad, con sus grandes ramas rotas y esparcidas por el suelo. No había podido resistir la fuerza tremenda del viento.
El Junco suspiró. A veces, ser flexible y ceder un poquito era mucho más inteligente que ser demasiado tieso y orgulloso. Y así, el pequeño Junco siguió bailando con la brisa suave que ahora soplaba, feliz de estar allí, junto al río cantor.
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