El vuelo de Ícaro
Mitología griega
En una isla soleada llamada Creta, vivía un inventor muy, muy listo llamado Dédalo. Dédalo era tan inteligente que podía construir casi cualquier cosa que se imaginara. Con él vivía su hijo, Ícaro, un niño curioso y lleno de energía al que le encantaba ver a su papá crear cosas maravillosas.
Pero había un problema: el rey de Creta, que se llamaba Minos y era un poco mandón, no los dejaba salir de la isla. Dédalo quería ser libre, y también quería que Ícaro conociera el mundo. Así que un día, Dédalo tuvo una idea brillante. "¡Ya sé!", le dijo a Ícaro con una sonrisa. "Si no podemos irnos por mar ni por tierra, ¡nos iremos por el aire!".
Dédalo se puso manos a la obra. Recogió muchísimas plumas de pájaros, de todos los tamaños y colores. Luego, con cera de abeja que olía muy dulce, empezó a pegar las plumas, una por una, sobre unos armazones de madera ligera. ¡Estaba construyendo alas, como las de los pájaros gigantes! Hizo un par para él y otro par más pequeño para Ícaro.
Cuando las alas estuvieron listas, parecían de verdad. Ícaro estaba emocionadísimo, ¡iba a volar! Antes de empezar, Dédalo le dijo a su hijo con voz seria pero cariñosa: "Escucha bien, Ícaro. Cuando volemos, no te acerques demasiado al mar, porque el agua mojará las plumas y se volverán pesadas. Pero tampoco vueles muy, muy alto, cerca del sol, porque el calor derretirá la cera que une las plumas y te caerás. Debes volar a media altura, como yo".
Ícaro asintió, aunque estaba tan ansioso por volar que quizás no escuchó con toda la atención que debía. Se pusieron las alas, Dédalo le enseñó a mover los brazos para impulsarse, y ¡zas!, los dos empezaron a elevarse en el cielo.
¡Qué sensación tan increíble! Ícaro reía de alegría mientras sentía el viento en su cara. Veía la isla de Creta hacerse pequeñita debajo de ellos y el mar azul brillar por todas partes. Era mucho más divertido que cualquier juego que hubiera imaginado.
Al principio, Ícaro volaba cerca de su papá, tal como le había dicho. Pero poco a poco, la emoción de volar lo hizo olvidar las advertencias. "¡Quiero ir más alto!", pensó. "¡Quiero ver cómo se sienten las nubes!". Y empezó a subir y subir, más y más alto, sintiéndose libre y poderoso como un gran águila.
Dédalo, desde abajo, le gritaba: "¡Ícaro, no tan alto! ¡Recuerda lo que te dije!". Pero Ícaro estaba tan feliz y tan lejos que no lo oía, o quizás no quería oírlo.
El sol, que brillaba con fuerza en el cielo, empezó a calentar la cera de las alas de Ícaro. Primero se puso blandita, y luego, ¡ploc, ploc!, las plumas empezaron a despegarse y a caer flotando hacia el mar. Ícaro miró sus alas y se dio cuenta de que se estaban deshaciendo. Intentó mover los brazos con más fuerza, pero ya era tarde. Sin plumas suficientes, las alas no podían sostenerlo.
Con un grito, Ícaro empezó a caer. Dédalo vio con horror cómo su hijo caía hacia el mar azul. Voló lo más rápido que pudo, pero cuando llegó, solo vio algunas plumas flotando en el agua.
Dédalo se puso muy, muy triste. Había conseguido escapar de la isla, pero había perdido a su querido hijo por no haber escuchado bien. Aterrizó en una tierra cercana, con el corazón roto, recordando siempre a su valiente y un poco descuidado Ícaro, y la lección de que a veces, volar demasiado alto sin pensar en las consecuencias puede ser peligroso.
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